"Quería tan sólo intentar vivir aquello que tendía a brotar espontáneamente de mí. ¿Por qué había de serme tan difícil?" Hermann Hesse
Decía Jean-Claude Kaufmann en su obra
“Identidades” que cuando todos gritamos el año pasado “yo soy Charlie”,
lo que hicimos es convertirnos en otros, enajenarnos (fuera de nosotros mismos)
y nos inscribimos en un movimiento colectivo que pensaba y vibraba al unísono.
En realidad, a este tipo de procesos nos
estamos sometiendo continuamente cuando hacemos nuestros los clichés de todas
las pertenencias que conforman nuestra identidad: cuando asumimos lo que
significa pertenecer a una clase social, ser hombre o mujer, tener una
determinada lengua materna, tener una determinada profesión o religión, haber
nacido en una tierra concreta, ser de derechas, de izquierdas o de centro, o
simplemente simpatizar con determinados planteamientos políticos… Y a la hora
de hacer estadísticas, los clichés son lo más estable.
Pero nuestra identidad individual
debería ser algo más que la suma de esas identidades colectivas. Algo más, o
quizás algo menos, porque lo interesante es ir restando todos los adornos que
llevamos prestados. Lo auténtico es que todo eso no sean más que vestimentas y
abalorios de algún tipo de individualidad.