lunes, 7 de diciembre de 2015

EL PLACER DE SABOREAR LA VIDA

“El necio no sabrá apreciar ni el sabor de una flor ni el olor de una fruta”. R. Fontanarrosa.

Leí hace poco que “las abejas saben que sólo la miel proporciona a las larvas el gusto por la vida”, y la idea me hizo recordar que el placer es la principal causa/síntoma de una pasión.

La gratificación de la vida es el placer: para la inmensa mayoría de las cosas, al contado, y de menudencia en menudencia. Si no fuese por esa secuencia infinita de ínfimos placeres, no aprenderíamos nada: por eso es tan productivo el aprendizaje de un bebé, y tan improductivo el de un escolar.

Amélie Nothomb, una autora belga, cuenta -con excepcional ingenio- que ella nació a la edad de dos años y medio, el día que su abuela le proporcionó un chocolate blanco belga. Sólo al sentir ese placer comprendió que existía una justificación a tanto aburrimiento y le pareció claro que el cuerpo y el espíritu sirven para gozar.

A partir de ahí pudo crear su Yo, su identidad. E insiste diciendo con su habitual ironía que “el placer es una maravilla que me enseña a ser yo misma. Yo sede del placer: cada vez que exista placer, existiré yo. Ningún placer sin mí, ¡yo no existo sin placer!”

Hay mucha ironía en sus palabras, pero también muchísima inteligencia. La naturaleza es sabia y ha hecho que las cosas serias e importantes nos atraigan por el placer. El placer despierta la mente, nos hace humildes y admirativos, y nos empuja tanto hacia la virtuosidad como hacia la profundidad. Al final resulta algo mágico.

Por eso no es muy recomendable vivir con excesivas privaciones. Nothomb nos advierte que “desde hace mucho tiempo existe una inmensa secta de imbéciles que oponen sensualidad e inteligencia. Es un círculo vicioso: se privan de placeres para exaltar sus capacidades intelectuales, lo cual sólo contribuye a empobrecerles. Se convierten en seres cada vez más estúpidos, y eso les reconforta en su convicción de ser brillantes, ya que no se han inventado nada mejor que la estupidez para creerse inteligentes.”

¡Claro!, ¿cómo vas a saber nada si no sabes a qué sabe la vida? Hay que incorporar todas las texturas a nuestro cuerpo: olores, colores, sabores, sensaciones… para enseñar a la mente a captar los matices, y sobre todo, para disfrutar.

Nada en el lenguaje es casualidad. Mi pregunta parecía un trabalenguas porque saber y sabor -en su origen latino- son directamente lo mismo. Esta reflexión -que aprendí de mi profesor de latín- nos tiene que llevar a la confianza de poder decir: como a mí me saben las cosas, así sé las cosas; es decir, tenemos que fiarnos de nuestros propios sabores y dejar que nuestros saberes vengan de ahí. Tenemos el derecho y el deber de pensar y sentir por nosotros mismos.

Los bebés lo tienen claro y se lo llevan todo a la boca: es la mejor manera de saber qué son las cosas y de tener un conocimiento directo de ellas.

El placer de saborear la vida nos aportará la sabiduría que necesitamos para vivir. El placer nos mostrará nuestra pasión, y por tanto, nuestra motivación y nuestro talento.

Además, me parece lógico que igual que no a todos las comidas nos saben igual, lo que es soso para uno puede resultarle salado a otro. Del mismo modo -y por justicia- hay que devolverle a cada uno el derecho a dar por bueno el resultado de su propia percepción de la realidad, coincida o no con los valores establecidos; dejar de estar total y absolutamente conectados a los abrevaderos colectivos del saber. Sería bueno dar un paso atrás para devolverles el sabor a los saberes.

Sin sabores y sin los placeres que éstos nos aportan, supondría vivir en una frigidez triunfante, que como dice la escritora belga, estaría condenada a celebrar su propia insustancialidad.

Los saberes, igual que los sabores, han de ser placenteros. Si nos entra en la boca algo desagradable, lo escupimos; y si nos entra en la mente, también. No se trata de ir a buscar grandes placeres finales: también el camino hacia ese gran placer ha de ser placentero. La sabiduría consiste no en paladear sólo los sabores intensos, sino en ser capaz de descubrir los muchos sabores menores que desembocan en el gran sabor.

Tagore nos dice “si de noche lloras por no poder ver el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas”. Esas pequeñas luces también son luz, también son capaces de iluminar los ojos y las almas sensibles. Son infinitos píxeles con los que se dibuja el gran placer de vivir. Vivir es un placer: hemos de aprender a complacernos con los millones de pequeñas cosas que hacen la vida, que no se puede sostener solamente en grandes placeres puntuales, en estallidos de placer. A quien es capaz de los placeres sutiles, no se le hace larga la espera de los grandes placeres, ni se le hace monótona la vida porque éstos falten. Es en esta idea también trabaja el tan afamado mindfulness.

Y sí, ahí está la sabiduría: en la capacidad de saborear. Engullir, no: saborear. Cada sabor es un premio en forma de placer. Un placer mínimo, pero continuo y diverso. Quien no es capaz de vivir en este continuo placentero, se aburre horriblemente, esperando la explosión de placer que le saque del aburrimiento. Y suele ocurrir que quien carece del goteo constante de pequeños placeres, tiene una percepción desmedida de las grandes explosiones de placer en cuya espera consume la vida.

IDEAS PARA RECORDAR:

La gratificación de la vida es el placer.
El placer nos hace humildes y admirativos.
El placer nos mostrará nuestra identidad, nuestra pasión, y por tanto, nuestra motivación y nuestro talento.
El placer de saborear la vida nos aportará la sabiduría que necesitamos para vivir.
No engullas la vida, saboréala.

Foto.MarCruzCoach




























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